lunes, 4 de enero de 2010

III CONCURSO RELATOS CORTOS ARCAMADRE

LA NOTA OCULTA

Ignoro de dónde procede esa manía que tengo de revisar los cajones de los dormitorios en los hoteles donde pernocto, como si pretendiera hallar un tesoro escondido en su interior, tal vez un grueso fajo de billetes o las indicaciones para encontrar un cofre repleto de monedas de oro. Y ciertamente no consigo ponerle ni un ápice de voluntad en dicho acto pueril. Pero el caso es que, desde que acepté este trabajo que me obliga a desplazarme largas temporadas fuera de casa, constituye uno de los rituales en los que resumo mi vida. Quizá la falta de rutina y un cierto sentimiento de desarraigo y soledad hayan hecho el resto. La cuestión es que llevo aceptando esta costumbre, como admito el hábito de disponer de mis efectos personales siguiendo siempre la misma querencia casi automática. Es lo más parecido que he logrado para hacer de una simple habitación de hotel un lugar algo más entrañable y humano. Y por supuesto, nunca he encontrado nada más que suciedad y alguna sorpresa de tipo entomológico.
Pero aquella vez fue diferente. El hotel de Amberes donde me alojaba tenía buena pinta. Era invierno y la humedad era tan alta que parecía licuarse en una especie de niebla viscosa, pero al menos fui recibido con una grata sonrisa por el recepcionista, para contrarrestar el día de perros que dejaba en el exterior. Se trataba de un edificio restaurado del XVIII, y la habitación era muy bonita, con unos tapices ajados que pendían de la pared y muebles que pretendían retener ese tiempo pasado de historia. Dejé la maleta en el suelo, tiré mi gabardina sobre la cama, y con un rápido mapa mental organicé el espacio para depositar todos mis enseres, siguiendo una rutina un tanto enfermiza. Había dado comienzo a mi ritual.
Abrí, cerré, y rebusqué con soltura en todos los cajones, puertas, altillos, armarios, y demás lugares en los que alguien, posiblemente el último morador de dicha cámara, hubiera podido dejar olvidado algún objeto personal. Y aquella vez, como tantas otras, fue infructuosa. Completé el círculo ritual de búsqueda condenada al fracaso con la rutina de mi firme mentalidad ejecutora, husmeando como un sabueso. Pero no existía ni rastro del inquilino que me precedió.
Ya me había habituado a la decepción prematura, sabedor de la eficacia del personal de limpieza de los hoteles, así que una vez completada mi peculiar liturgia, dispuse en orden mis objetos personales. El libro en la mesita de noche, mis inseparables pantuflas, la ropa ordenada en las baldas del armario, y las camisas en sus perchas. Después hice lo propio con el cuarto de baño. El colofón del orden lo puse con mi ordenador portátil. Me acerqué a la escribanía dispuesta frente a la ventana, y en ese momento me percaté que la ventisca parecía transportar un incómodo aguanieve que invitaba al recogimiento. Me dio un escalofrío. Ya haría turismo otro momento, pensé mientras buscaba un enchufe donde poder conectarlo. Lo hallé bajo la mesa, detrás de las gruesas cortinas de la ventana. Así que me deslicé gateando con el cable de la mano, lo inserté en la toma de corriente, y regresé a trompicones. Me levanté antes de tiempo. El cabezazo contra la escribanía fue tremendo que hizo que cayera el polvo de alguna de sus partes inaccesibles. Pero también cayó otra cosa. Un papel. Una nota manuscrita que decía así:
“Te espero en la cafetería del Hotel a las diez de la noche. Rebeca.”
Mi incursión espeleológica había surtido efecto. Tenía en mis manos un trozo de papel caligrafiado en la lengua de Cervantes. Algo extraño en Bélgica. Sin fecha ni otro indicador que me permitiera ponerle en un contexto temporal correcto. Nada. Un tanto decepcionado, releí la nota media docena de veces, hasta que la memoricé completamente. Tampoco era difícil. Podía ser de esa misma mañana como de hacía dos años.
Tomé una ducha, y aproveché el momento para decidir qué hacer. El tiempo no acompañaba, así que decidí tentar al destino. Al menos no tenía nada que perder. Estuve tanto tiempo cavilando bajo la ducha que casi se me hace tarde. Me vestí con ropa limpia y salí cerrando la puerta de la habitación un tanto azorado por la prisa, aunque faltaban quince minutos para mi cita. Sonreí para mis adentros ese arrebato pretencioso. Mi relación con las mujeres no pasaba, digamos, por su mejor momento. A mis 45 años pervivía un absurdo temor al rechazo que me había condenado a una soltería ya preocupante, rayana en lo patético. Resulta curioso pensar cómo a medida que se iban desgranando los minutos que restaban para mi cita quimérica, el pulso se me aceleraba como a un colegial excitado.
Entré en el bar y pedí un café con leche. Deslicé la mirada de forma inopinada hacia el televisor, observando de soslayo a mis vecinos. El bar estaba poco concurrido a esas horas. Una hoguera artificial crepitaba con olor a gas a mi espalda, imitando el rojo intenso de la leña ardiendo. Entonces fue cuando la ví. Supe que era ella cuando nuestas miradas se cruzaron de manera azarosa en un soplo de luz que me hizo ruborizar. Era muy guapa. Tenía el pelo largo y rizado, de color castaño, y su rostro se giró al sentir mi mirada clavada en ella. Era algo visceral. Manoseé la nota que se alojaba en algún pliegue de mi bolsillo y percibí que no era un sueño. En ningún momento valoré la rebuscada carambola del destino que me había llevado a descubrir un papel adherido en un lugar tan poco accesible como la cima de una montaña helada. Pero mi extraña cita a ciegas al menos ya tenía perfilado un rostro femenino.
No entiendo cómo pude hacerlo, pero me armé de valor. Era como si otra persona moviera mis piernas y las dirigiera hacia ella. Pretendía improvisar algo para dirigirle la palabra, pero como no fumo lo de pedir fuego no colaba. Me detuve ante ella.
-Hola. ¿Puedo sentarme aquí?
Giró su cabeza y pude admirar lo preciosa que era. Intuí cierto patetismo en mi ademán, pero su respuesta no tardó en llegar. En español. Como la nota que palpitaba en el bolsillo.
-Claro.
Me regaló una sonrisa que tardé una eternidad en digerir. No estaba acostumbrado a relacionarme con mujeres, y todo mi vínculo con el sexo opuesto se resumía en un vago recuerdo materno y breves escaramuzas en mi adolescencia, tan perdidas en el pasado que acumulaban el polvo del olvido en algún rincón de mi cerebro.
-Eres española.
-Sí. Como tú. Soy Rebeca -me clavó la mirada.
-Encantado –balbuceé-. Yo soy Adalberto.
Nos dimos dos besos y sentí el contacto de su rostro. Rebeca volvió a hablar.
-Son las diez –consultó su reloj de muñeca-. Es la hora.
Enarqué una ceja. Supe con mayor certeza que era ella. Entonces puntualizó.
-Cierran el restaurante. Las diez es la hora límite para entrar a cenar. ¿Vienes?
-Estoy hambriento –admití.
Apagó su cigarrillo aplastándolo con sumo cuidado en el cenicero, y observé que el filtro tenía un sugerente cerco de carmín. Justo del color brillante de sus labios. El camarero se acercó, quizás intuyendo nuestra intención. Me adelanté hacia la barra.
-Anote nuestras consumiciones a la habitación 414 –dije en inglés.
Rebeca escuchó la conversación, y se volvió para hacerme un guiño.
-Bonito número. Capicua –puntualizó mientras se giraba y enfilaba la salida del bar, buscando el restaurante. Yo por aquel entonces ya la perseguía con el corazón.

Han pasado bastantes años, pero aún retengo la emoción de aquellos momentos irrepetibles, como si fuera un colegial embelesado ante un trozo de plastilina. Rebeca dormita a mi lado, su respiración pausada me infunde el sosiego que me inoculó cuando la conocí. En la habitación de al lado duermen los niños, agotados después de un día de cole y toda la actividad que derrochan. Y entre tanto yo todavía me pregunto cada instante de mi vida porqué será que el azar no existe. Que en cambio existe un extraño plan infinito obstinado a pergeñar que nosotros nos encontráramos.
Dejo de leer una novela y marco la página con aquella enigmática nota que Rebeca rechazó fuera suya. No coincide con su tipo de letra. Apago la luz y me arrebujo en ella. Al menos ya no rebusco tesoros en las habitaciones de los hoteles que visito. Porque ya encontré mi tesoro.

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