martes, 6 de julio de 2010

REGRESANDO A TINDOUF

Escuché la voz metálica del Comandante del avión anunciando turbulencias, y esa premonición desagradable, seguramente contrastada con la lectura de complejos indicadores luminescentes en la consola de mando, me golpeó con fatalidad. El vasito de plástico cayó al suelo enmoquetado y rodó unas filas por delante. Afortunadamente había terminado el café hacía ya unos minutos, y la cafeína se estaba diluyendo en el torrente sanguíneo, inoculándome un agradable sopor. Nunca me han gustado esos enormes pajarracos metálicos con los que cubrimos distancias inabarcables en insignificantes movimientos de agujas de nuestros relojes de pulsera. Menos aún cuando comienzan a traquetear como viejos artilugios de vapor, desbocados por los caprichos de la meteorología, haciendo sacudir todo lo que contienen, pasajeros inclusive. Con irremediable docilidad procuré hacerme cargo de la situación, evitando alarmas tan innecesarias como patéticas, así que me recliné con indiferencia en mi butaca, y busqué evadirme con alguna idea, aunque fuera peregrina, que me permitiera pasar el trago con la mayor dignidad posible. Entorné los ojos y comencé a medi-tar acerca de las razones que me habían impulsado a tomar ese avión rumbo a algún destino exótico en Arge-lia, intuía cercano a una imaginaria frontera con Marruecos, en tierra de nadie, en lo más perdido de un océano de arena y calor que dividía más que articulaba a los países del Maghreb.
Me vino a la memoria el primer día que te vimos en el aeropuerto de Valladolid atravesando la puerta de control de pasaportes después de una espera tan prolongada como innecesaria, rutinas de tampones y huellas dactilares que nos enfurecían a los que esperábamos anhelantes. Tenías ocho años, el cuerpo menudo y la mirada rebosante de inteligencia y emoción. Estabas a miles de kilómetros de tus padres, de tus familias, de tus orígenes usurpados por un país vecino que os había arrebatado lo poco que teníais. Pero al menos venías acompañada por otros amigos, y vuestra empatía era como una misma voz. Por aquel entonces no te dabas cuenta, pero tuviste la fortuna de cruzarte con nosotros, o tal vez fuera al revés, éramos los primeros en dis-frutar de los niños que el Frente Polisario enviaba a España con familias de acogida para pasar un puñado de semanas los meses de julio y agosto, cuando el Sáhara hierve como nosotros hervíamos en deseos de darte el primer abrazo, especulando acerca de cómo serías, cómo te comportarías.
Excesivas preocupaciones, a fin de cuentas no eras más que una niña anhelando caricias, y nosotros una simple pareja a la búsqueda de un gesto solidario que os aliviara el sufrimiento de sentiros tan lejos de todo y tan cerca de nada. La arena tostada del desierto, bajo la que se ocultan de los rigores de un sol implacable infi-nitas toneladas de más arena, es tan fina y suave como una caricia, pero tan áspera a veces como un gesto de repulsa o el adiós de despedida que tuvimos que encajar con estoicismo ocho semanas más tarde, en aquella misma terminal, de aquella primera vez que viniste a pasar el verano con nosotros.
Luego vinieron más veces. Más años, que enlazados unos con otros fueron cobrando una suerte de ruti-na agradable, de dulce sopor con tus risas y tu compañía, los valores que nos ibas transmitiendo y enriquecían nuestra mutua relación. Dejó de sorprenderte la magia de abrir un grifo y observar atónita cómo brotaba el agua, infinita, al igual que tu paciencia escrutando cómo desaparecía por el sumidero, desperdiciada. En cam-bio fuimos nosotros los sorprendidos al encajar la facilidad con la que aprendiste a nadar en la piscina, como si se tratara de un acto reflejo aprendido por tus generaciones cuando vivíais junto al mar. Y me sobrecoge pen-sar la dedicación celosa y discreta con la que fuiste acumulando aquella primera vez trocitos de pan blanco en una bolsa de plástico, que admitiste eran para tus padres y tus primos, allá en una lejana ciudad de refugiados.
El avión acaba de dar ahora mismo una brusca sacudida hacia abajo y alguien no ha logrado reprimir un pequeño grito de angustia. Somos prisioneros en el interior de una carcasa de aluminio a diez mil metros de altura, como tú lo eras del destino que dignamente habían elegido tus padres, tu familia, tu pueblo. Expulsados de sus propias tierras me sobrecogía la entereza con la que nos explicabas el sacrificio de vuestro exilio en Tinduf antes que hincar la rodilla ante el invasor del norte. Proclamabas soflamas políticas tan bien memoriza-das que las escuchábamos como si fueras un gran líder mundial, ajeno a la diminuta entidad de tu cuerpo del-gado y moreno. Tu discurso no se correspondía al timbre infantil de una niña de ocho años, pero ponías tanta pasión al describir tus sueños que no osábamos interrumpirte. En un español recién aprendido, fresco como el aroma de una rosa recién cortada.
La rutina del regreso en época estival llegó un día junto a tu decisión de estudiar en nuestro país, aunque sin despojarte en absoluto de tus orígenes, humildes como el pan, abrasados como el sol. La bandera del Fren-te Polisario ondeaba en el balcón de tu habitación, era la divisa de esa tierra que os había sido negada, pero al menos habías obtenido a cambio doce metros cuadrados en el interior de un país amigo. Lo tuyo está visto que son los retos, porque podías haber escogido algo más asequible, pero estaba visto que no, Yadiha, elegiste Medicina y te especializaste en virología con unas notas que parecían dignas de un guión de cine. Pudiste que-darte aquí, investigar en cualquiera de aquellos laboratorios y fundaciones que te procuraron suculentas ofer-tas, pero todos intuíamos eran ofrecimientos en balde. El hospital de Tinduf te llamaba en silencio, y no pien-ses que sólo tú lo podías oír.
El avión parece que está comenzando a descender. Se ha tumbado imperceptiblemente hacia abajo toda la longitud del fuselaje, y la trepidación de los motores ha bajado en intensidad. Tal vez sea el desconcierto que transmiten esas sensaciones físicas de pérdida de equilibrio, de notar que la sangre se agolpa en la cabeza, de las inercias inevitables cuando se reduce la velocidad con la que se impulsan los enormes motores. La cuestión es, y mira que he volado cientos de veces, el desasosiego que me bloquea hasta el preciso instante en que las ruedas toman tierra con un leve fogonazo de humo y de las alas surgen unos artilugios escamoteados durante el vuelo que hacen detener la aeronave en pocos segundos.
En cinco minutos no sólo estaré en tierra firme. También estaré abrazándote, doctora Yadiha, perdidos los dos en el centro del Sáhara, pero muy convencidos de lo que quieres hacer, y nosotros satisfechos de haber logrado algo por ti. Es la primera vez que vengo a este rincón del planeta. Observar alguna bandera del Frente Polisario me hará evocar aquella que aún tienes con chinchetas en tu habitación de casa, así como los años que han pasado desde aquella primera vez.

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