jueves, 30 de septiembre de 2010

NUEVA NOVELA















Por fin se ve la luz del túnel, y puedo decir que ya he terminado mi nueva novela. Responde al título "EL GRIAL Y LA CRUZ QUEBRADA"
De momento deciros que se trata de una novela en la que profundizo en el entramado oscuro y místico que respaldó todo el ideario del nazismo. No deja de ser una novela totalmente ficticia, en la que me embarco en un terreno considerado tabú durante décadas.
Espero despertar la inquietud, aún haciendo malabarismos con una trama totalmente inventada, en relación al absurdo que algunos están dispuestos a llevar a cabo a partir de ideas totalmente enfermizas.

Para los que viváis en Valladolid, está disponible en Oletum y Margen.

martes, 6 de julio de 2010

REGRESANDO A TINDOUF

Escuché la voz metálica del Comandante del avión anunciando turbulencias, y esa premonición desagradable, seguramente contrastada con la lectura de complejos indicadores luminescentes en la consola de mando, me golpeó con fatalidad. El vasito de plástico cayó al suelo enmoquetado y rodó unas filas por delante. Afortunadamente había terminado el café hacía ya unos minutos, y la cafeína se estaba diluyendo en el torrente sanguíneo, inoculándome un agradable sopor. Nunca me han gustado esos enormes pajarracos metálicos con los que cubrimos distancias inabarcables en insignificantes movimientos de agujas de nuestros relojes de pulsera. Menos aún cuando comienzan a traquetear como viejos artilugios de vapor, desbocados por los caprichos de la meteorología, haciendo sacudir todo lo que contienen, pasajeros inclusive. Con irremediable docilidad procuré hacerme cargo de la situación, evitando alarmas tan innecesarias como patéticas, así que me recliné con indiferencia en mi butaca, y busqué evadirme con alguna idea, aunque fuera peregrina, que me permitiera pasar el trago con la mayor dignidad posible. Entorné los ojos y comencé a medi-tar acerca de las razones que me habían impulsado a tomar ese avión rumbo a algún destino exótico en Arge-lia, intuía cercano a una imaginaria frontera con Marruecos, en tierra de nadie, en lo más perdido de un océano de arena y calor que dividía más que articulaba a los países del Maghreb.
Me vino a la memoria el primer día que te vimos en el aeropuerto de Valladolid atravesando la puerta de control de pasaportes después de una espera tan prolongada como innecesaria, rutinas de tampones y huellas dactilares que nos enfurecían a los que esperábamos anhelantes. Tenías ocho años, el cuerpo menudo y la mirada rebosante de inteligencia y emoción. Estabas a miles de kilómetros de tus padres, de tus familias, de tus orígenes usurpados por un país vecino que os había arrebatado lo poco que teníais. Pero al menos venías acompañada por otros amigos, y vuestra empatía era como una misma voz. Por aquel entonces no te dabas cuenta, pero tuviste la fortuna de cruzarte con nosotros, o tal vez fuera al revés, éramos los primeros en dis-frutar de los niños que el Frente Polisario enviaba a España con familias de acogida para pasar un puñado de semanas los meses de julio y agosto, cuando el Sáhara hierve como nosotros hervíamos en deseos de darte el primer abrazo, especulando acerca de cómo serías, cómo te comportarías.
Excesivas preocupaciones, a fin de cuentas no eras más que una niña anhelando caricias, y nosotros una simple pareja a la búsqueda de un gesto solidario que os aliviara el sufrimiento de sentiros tan lejos de todo y tan cerca de nada. La arena tostada del desierto, bajo la que se ocultan de los rigores de un sol implacable infi-nitas toneladas de más arena, es tan fina y suave como una caricia, pero tan áspera a veces como un gesto de repulsa o el adiós de despedida que tuvimos que encajar con estoicismo ocho semanas más tarde, en aquella misma terminal, de aquella primera vez que viniste a pasar el verano con nosotros.
Luego vinieron más veces. Más años, que enlazados unos con otros fueron cobrando una suerte de ruti-na agradable, de dulce sopor con tus risas y tu compañía, los valores que nos ibas transmitiendo y enriquecían nuestra mutua relación. Dejó de sorprenderte la magia de abrir un grifo y observar atónita cómo brotaba el agua, infinita, al igual que tu paciencia escrutando cómo desaparecía por el sumidero, desperdiciada. En cam-bio fuimos nosotros los sorprendidos al encajar la facilidad con la que aprendiste a nadar en la piscina, como si se tratara de un acto reflejo aprendido por tus generaciones cuando vivíais junto al mar. Y me sobrecoge pen-sar la dedicación celosa y discreta con la que fuiste acumulando aquella primera vez trocitos de pan blanco en una bolsa de plástico, que admitiste eran para tus padres y tus primos, allá en una lejana ciudad de refugiados.
El avión acaba de dar ahora mismo una brusca sacudida hacia abajo y alguien no ha logrado reprimir un pequeño grito de angustia. Somos prisioneros en el interior de una carcasa de aluminio a diez mil metros de altura, como tú lo eras del destino que dignamente habían elegido tus padres, tu familia, tu pueblo. Expulsados de sus propias tierras me sobrecogía la entereza con la que nos explicabas el sacrificio de vuestro exilio en Tinduf antes que hincar la rodilla ante el invasor del norte. Proclamabas soflamas políticas tan bien memoriza-das que las escuchábamos como si fueras un gran líder mundial, ajeno a la diminuta entidad de tu cuerpo del-gado y moreno. Tu discurso no se correspondía al timbre infantil de una niña de ocho años, pero ponías tanta pasión al describir tus sueños que no osábamos interrumpirte. En un español recién aprendido, fresco como el aroma de una rosa recién cortada.
La rutina del regreso en época estival llegó un día junto a tu decisión de estudiar en nuestro país, aunque sin despojarte en absoluto de tus orígenes, humildes como el pan, abrasados como el sol. La bandera del Fren-te Polisario ondeaba en el balcón de tu habitación, era la divisa de esa tierra que os había sido negada, pero al menos habías obtenido a cambio doce metros cuadrados en el interior de un país amigo. Lo tuyo está visto que son los retos, porque podías haber escogido algo más asequible, pero estaba visto que no, Yadiha, elegiste Medicina y te especializaste en virología con unas notas que parecían dignas de un guión de cine. Pudiste que-darte aquí, investigar en cualquiera de aquellos laboratorios y fundaciones que te procuraron suculentas ofer-tas, pero todos intuíamos eran ofrecimientos en balde. El hospital de Tinduf te llamaba en silencio, y no pien-ses que sólo tú lo podías oír.
El avión parece que está comenzando a descender. Se ha tumbado imperceptiblemente hacia abajo toda la longitud del fuselaje, y la trepidación de los motores ha bajado en intensidad. Tal vez sea el desconcierto que transmiten esas sensaciones físicas de pérdida de equilibrio, de notar que la sangre se agolpa en la cabeza, de las inercias inevitables cuando se reduce la velocidad con la que se impulsan los enormes motores. La cuestión es, y mira que he volado cientos de veces, el desasosiego que me bloquea hasta el preciso instante en que las ruedas toman tierra con un leve fogonazo de humo y de las alas surgen unos artilugios escamoteados durante el vuelo que hacen detener la aeronave en pocos segundos.
En cinco minutos no sólo estaré en tierra firme. También estaré abrazándote, doctora Yadiha, perdidos los dos en el centro del Sáhara, pero muy convencidos de lo que quieres hacer, y nosotros satisfechos de haber logrado algo por ti. Es la primera vez que vengo a este rincón del planeta. Observar alguna bandera del Frente Polisario me hará evocar aquella que aún tienes con chinchetas en tu habitación de casa, así como los años que han pasado desde aquella primera vez.

lunes, 4 de enero de 2010

III CONCURSO RELATOS CORTOS ARCAMADRE

LA NOTA OCULTA

Ignoro de dónde procede esa manía que tengo de revisar los cajones de los dormitorios en los hoteles donde pernocto, como si pretendiera hallar un tesoro escondido en su interior, tal vez un grueso fajo de billetes o las indicaciones para encontrar un cofre repleto de monedas de oro. Y ciertamente no consigo ponerle ni un ápice de voluntad en dicho acto pueril. Pero el caso es que, desde que acepté este trabajo que me obliga a desplazarme largas temporadas fuera de casa, constituye uno de los rituales en los que resumo mi vida. Quizá la falta de rutina y un cierto sentimiento de desarraigo y soledad hayan hecho el resto. La cuestión es que llevo aceptando esta costumbre, como admito el hábito de disponer de mis efectos personales siguiendo siempre la misma querencia casi automática. Es lo más parecido que he logrado para hacer de una simple habitación de hotel un lugar algo más entrañable y humano. Y por supuesto, nunca he encontrado nada más que suciedad y alguna sorpresa de tipo entomológico.
Pero aquella vez fue diferente. El hotel de Amberes donde me alojaba tenía buena pinta. Era invierno y la humedad era tan alta que parecía licuarse en una especie de niebla viscosa, pero al menos fui recibido con una grata sonrisa por el recepcionista, para contrarrestar el día de perros que dejaba en el exterior. Se trataba de un edificio restaurado del XVIII, y la habitación era muy bonita, con unos tapices ajados que pendían de la pared y muebles que pretendían retener ese tiempo pasado de historia. Dejé la maleta en el suelo, tiré mi gabardina sobre la cama, y con un rápido mapa mental organicé el espacio para depositar todos mis enseres, siguiendo una rutina un tanto enfermiza. Había dado comienzo a mi ritual.
Abrí, cerré, y rebusqué con soltura en todos los cajones, puertas, altillos, armarios, y demás lugares en los que alguien, posiblemente el último morador de dicha cámara, hubiera podido dejar olvidado algún objeto personal. Y aquella vez, como tantas otras, fue infructuosa. Completé el círculo ritual de búsqueda condenada al fracaso con la rutina de mi firme mentalidad ejecutora, husmeando como un sabueso. Pero no existía ni rastro del inquilino que me precedió.
Ya me había habituado a la decepción prematura, sabedor de la eficacia del personal de limpieza de los hoteles, así que una vez completada mi peculiar liturgia, dispuse en orden mis objetos personales. El libro en la mesita de noche, mis inseparables pantuflas, la ropa ordenada en las baldas del armario, y las camisas en sus perchas. Después hice lo propio con el cuarto de baño. El colofón del orden lo puse con mi ordenador portátil. Me acerqué a la escribanía dispuesta frente a la ventana, y en ese momento me percaté que la ventisca parecía transportar un incómodo aguanieve que invitaba al recogimiento. Me dio un escalofrío. Ya haría turismo otro momento, pensé mientras buscaba un enchufe donde poder conectarlo. Lo hallé bajo la mesa, detrás de las gruesas cortinas de la ventana. Así que me deslicé gateando con el cable de la mano, lo inserté en la toma de corriente, y regresé a trompicones. Me levanté antes de tiempo. El cabezazo contra la escribanía fue tremendo que hizo que cayera el polvo de alguna de sus partes inaccesibles. Pero también cayó otra cosa. Un papel. Una nota manuscrita que decía así:
“Te espero en la cafetería del Hotel a las diez de la noche. Rebeca.”
Mi incursión espeleológica había surtido efecto. Tenía en mis manos un trozo de papel caligrafiado en la lengua de Cervantes. Algo extraño en Bélgica. Sin fecha ni otro indicador que me permitiera ponerle en un contexto temporal correcto. Nada. Un tanto decepcionado, releí la nota media docena de veces, hasta que la memoricé completamente. Tampoco era difícil. Podía ser de esa misma mañana como de hacía dos años.
Tomé una ducha, y aproveché el momento para decidir qué hacer. El tiempo no acompañaba, así que decidí tentar al destino. Al menos no tenía nada que perder. Estuve tanto tiempo cavilando bajo la ducha que casi se me hace tarde. Me vestí con ropa limpia y salí cerrando la puerta de la habitación un tanto azorado por la prisa, aunque faltaban quince minutos para mi cita. Sonreí para mis adentros ese arrebato pretencioso. Mi relación con las mujeres no pasaba, digamos, por su mejor momento. A mis 45 años pervivía un absurdo temor al rechazo que me había condenado a una soltería ya preocupante, rayana en lo patético. Resulta curioso pensar cómo a medida que se iban desgranando los minutos que restaban para mi cita quimérica, el pulso se me aceleraba como a un colegial excitado.
Entré en el bar y pedí un café con leche. Deslicé la mirada de forma inopinada hacia el televisor, observando de soslayo a mis vecinos. El bar estaba poco concurrido a esas horas. Una hoguera artificial crepitaba con olor a gas a mi espalda, imitando el rojo intenso de la leña ardiendo. Entonces fue cuando la ví. Supe que era ella cuando nuestas miradas se cruzaron de manera azarosa en un soplo de luz que me hizo ruborizar. Era muy guapa. Tenía el pelo largo y rizado, de color castaño, y su rostro se giró al sentir mi mirada clavada en ella. Era algo visceral. Manoseé la nota que se alojaba en algún pliegue de mi bolsillo y percibí que no era un sueño. En ningún momento valoré la rebuscada carambola del destino que me había llevado a descubrir un papel adherido en un lugar tan poco accesible como la cima de una montaña helada. Pero mi extraña cita a ciegas al menos ya tenía perfilado un rostro femenino.
No entiendo cómo pude hacerlo, pero me armé de valor. Era como si otra persona moviera mis piernas y las dirigiera hacia ella. Pretendía improvisar algo para dirigirle la palabra, pero como no fumo lo de pedir fuego no colaba. Me detuve ante ella.
-Hola. ¿Puedo sentarme aquí?
Giró su cabeza y pude admirar lo preciosa que era. Intuí cierto patetismo en mi ademán, pero su respuesta no tardó en llegar. En español. Como la nota que palpitaba en el bolsillo.
-Claro.
Me regaló una sonrisa que tardé una eternidad en digerir. No estaba acostumbrado a relacionarme con mujeres, y todo mi vínculo con el sexo opuesto se resumía en un vago recuerdo materno y breves escaramuzas en mi adolescencia, tan perdidas en el pasado que acumulaban el polvo del olvido en algún rincón de mi cerebro.
-Eres española.
-Sí. Como tú. Soy Rebeca -me clavó la mirada.
-Encantado –balbuceé-. Yo soy Adalberto.
Nos dimos dos besos y sentí el contacto de su rostro. Rebeca volvió a hablar.
-Son las diez –consultó su reloj de muñeca-. Es la hora.
Enarqué una ceja. Supe con mayor certeza que era ella. Entonces puntualizó.
-Cierran el restaurante. Las diez es la hora límite para entrar a cenar. ¿Vienes?
-Estoy hambriento –admití.
Apagó su cigarrillo aplastándolo con sumo cuidado en el cenicero, y observé que el filtro tenía un sugerente cerco de carmín. Justo del color brillante de sus labios. El camarero se acercó, quizás intuyendo nuestra intención. Me adelanté hacia la barra.
-Anote nuestras consumiciones a la habitación 414 –dije en inglés.
Rebeca escuchó la conversación, y se volvió para hacerme un guiño.
-Bonito número. Capicua –puntualizó mientras se giraba y enfilaba la salida del bar, buscando el restaurante. Yo por aquel entonces ya la perseguía con el corazón.

Han pasado bastantes años, pero aún retengo la emoción de aquellos momentos irrepetibles, como si fuera un colegial embelesado ante un trozo de plastilina. Rebeca dormita a mi lado, su respiración pausada me infunde el sosiego que me inoculó cuando la conocí. En la habitación de al lado duermen los niños, agotados después de un día de cole y toda la actividad que derrochan. Y entre tanto yo todavía me pregunto cada instante de mi vida porqué será que el azar no existe. Que en cambio existe un extraño plan infinito obstinado a pergeñar que nosotros nos encontráramos.
Dejo de leer una novela y marco la página con aquella enigmática nota que Rebeca rechazó fuera suya. No coincide con su tipo de letra. Apago la luz y me arrebujo en ella. Al menos ya no rebusco tesoros en las habitaciones de los hoteles que visito. Porque ya encontré mi tesoro.

lunes, 1 de junio de 2009

VI PREMIO LITERARIO DE PRIMAVERA GARCIA QUINTANA

“UNA CARTA IMPOSIBLE… PERO REAL”

No sabría cómo comenzar esta carta, entre otras razones porque aún no sé escribir bien. Pero siento tantas ganas de confesar mis sentimientos que aprovecharé la magia de la literatura para hacerlo. Dejo que el sortilegio vaya empapando las páginas, y observo cómo la pluma parece moverse protegida por mis dedos, obediente tan sólo a lo que mi cerebro le va ordenando, pensamientos que fluyen y se agolpan, represados en el limitado caudal de tinta que extiende las palabras en el papel. Porque los libros a veces son mágicos. Y éste será uno de ellos. Mi preferido.
Me llamo Carla y tengo cuatro años. Aún soy un poco pequeña para ciertas cosas, pero ya he crecido mucho. Tanto que llego al botón del ascensor casi sin ponerme de puntillas. Y soy lo suficientemente mayor como para comenzar a notar ciertas cosas muy importantes, como por ejemplo que sois los mejores papás que nunca hubiera soñado tener. Ni tan siquiera cuando estaba en la tripita de mamá y sentía a través de la placenta cómo papá te llenaba de cables y altavoces, y te hacía tantas cosquillas que te morías de la risa. Por cierto, que la música era bastante buena. Os doy las gracias por esos momentos tan agradables que me permitieron comenzar a sentir un vínculo con el exterior.
A veces me acuerdo del día en que nací. Supe que iba a ser duro cuando presentí las contracciones, presagio de un dolor que no tardaría en llegar, y deseé más que nada en el mundo no dejarte sola en ese momento tan importante para ti, tan importante para las dos. La verdad es que no sabía qué hacer, pero la voz de papá me dio la pista. Te pedía con insistencia que empujaras, y yo aporté mi granito de arena a pesar de no querer salir fuera, porque la verdad, se estaba muy a gustito en la gran barrigota de mamá. Pero también eran muy grandes las ganas que tenía de veros.
Y allí estabais. Por aquel entonces yo veía muy borroso, pero todavía me conmueve recordar vuestras caras de asombro y felicidad a partes iguales, mientras yo me desgañitaba llorando, porque hacía un frío del demonio en aquel paritorio del hospital. O al menos eso me pareció. Menos mal que pronto estuve en tu regazo, y noté de pronto cómo una especie de energía, de paz, nos envolvía a las dos. Como si el fin mismo de la vida pudiera resumirse en aquel extraño y pletórico instante. Mamá, tu respiración era tan relajante como un poderoso narcótico, y pronto me quedé dormidita. Lástima, porque me lo estaba pasando pipa de tanto escuchar palabras superchulas. Lo último que recuerdo de ese día es a papá haciéndome una foto mientras se asombraba de verme los deditos de la mano.
A medida que iban pasando los días todo comenzaba a resultar cada vez más fácil. Estabais un poco nerviosos al principio porque no conseguía coger bien el pecho. Pero los médicos aportaban su académica tranquilidad, diciendo que a veces pasaba, era normal. La verdad es que nací un mes antes porque tenía muchísimas ganas de conoceros, por eso era tan pequeñita y te preocupabas de que comiera todo para hacerme muy grande y no tener enfermedades.
Menos mal que pronto se solucionó todo, y en pocos días recuperé el peso perdido. No hacía otra cosa que dormir, tomar la leche de mamá, y hacer pis y caca. Bueno, también disfrutaba los ratitos que estaba despierta, porque era muy agradable escucharos a los dos decirme esas cosas tan bonitas y a hacerme cosquillas. Así me he quedado, con cuatro años y cada vez que pienso en las cosquillas me entra la risa…
El día que mamá tuviste que volver al trabajo también fue otro momento importante. Lo supe porque desde ese día dejaste de acercarme tu tetilla para que yo me alimentara. Menos mal que no perdimos ni contacto ni cariño. Al revés, comenzó a resultar divertido ver a papá intentando enchufarme los biberones con escasa maña. Pobre, lo intentabas con tanta paciencia que al final, para que no te pusieras triste, me lo tomaba todo de dos grandes tragos.
Ha pasado mucho tiempo. Ya habéis dejado de medirme la edad en meses y lo hacéis en años, como todo el mundo. Ahora estudio en un cole de mayores, y es muy bonito. Tiene la fachada que se da un aire a un enorme castillo con dos enormes torres flanqueando la entrada, todo de un ladrillo muy chulo, y por dentro los pasillos son largos y divertidos. El cole se llama García Quintana. Tengo muchos amigos con los que juego y aprendo un montón de cosas y me lo paso bomba, aunque en el recreo a veces hay unos niños mayores un poco brutos que no nos dejan los columpios. Lo que más me gusta es cuando soy la responsable. Tengo que ayudar a Marina, que es mi profe, porque los más pequeñajos de la clase no obedecen. Además, soy la primera de la cola cuando suena el timbre. Papá y mamá se alegran mucho cuando salgo a mediodía, y me dan muchos abrazos.
Es una suerte tener tanta gente buena cerca que te quiere, y te da chuches de vez en cuando, aunque luego haya que comer la comida…
Pues eso quería deciros. Que os quiero más que nada en el mundo.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El tallador de Sílex



Alisos de la Serrezuela podría ser cualquier pueblo del interior, castellano-leonés, de duros inviernos y sin gran cosa de que alardear. Pero para Cayetano Céspedes, el jefe de excavación del yacimiento paleoantropológico allí asentado, es mucho más que eso, podría ser un libro en el que estén escritas las últimas páginas sobre nuestro último pariente humano: el hombre de neandertal. En El tallador de sílex, mi segunda novela, planteo un interesante ejercicio de maridaje de la narrativa con la divulgación de una disciplina apasionante y emparentada con muchas ciencias, como es la antropología.

lunes, 1 de diciembre de 2008

INSTANTES







Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer menos errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares a donde nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era de esos que nunca iba a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas; si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño.

Y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante.
Pero ya ven, tengo ochenta y cinco años y sé que me estoy muriendo.



Jorge Luis Borges

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Valladolid, Castilla y León, Spain